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Cuando se apagan todas las luces y el corazón,
no sirven los gestos que no llegaron a tocar,
no cuentan los planes para otro día que no llegó,
ni las excusas que nunca hicieron falta por defecto.
Cuando todo se queda en silencio y sin suspiros,
cuando recuerdas todos los subjuntivos en pasado,
y te reprochas los imperativos en tercera persona,
exprimes las sonrisas disimuladas por exceso
y las miradas apartadas por delatar otra verdad.
Cuando aparece otro mundo en tu habitación,
todo lo que surge es paralelo a lo que fue,
la vida en serie se convierte en una ausencia;
las alternativas, se quedan al otro lado del espejo del parabrisas,
y todo se va haciendo más pequeño menos inmenso.
Cuando el día a día roba minutos a los segundos y no llegan,
poco a poco cada uno somos más nosotros,
y después de antes, no se imaginan más posibles;
entonces, las frases en papel no queman, duelen,
los trenes ya no pasan, se paran.
Debe ser algo así como la velocidad, la oscuridad, incluso la tan repetida motivación del último mes y medio, que son como constructos hipotéticos, que no se pueden ver más que por el movimiento de los cuerpos, la falta de luz, incluso porque llego y tengo ganas, o las hago, o las encuentro. O simplemente, adelanto mis partidas y retraso mis llegadas.
Puntualmente.
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