Esta era la guerra de nadie, de todos, de unos pocos y de ninguno de ellos. La guerra estaba acabada, al menos, eso se creía. Trincheras desprovistas de hombres, mujeres provistas de esperanza de ver a sus hijos volver. El ataque los pilló desprevenidos, acorralados por el fuego enemigo, se atrincheraron tras un montón de escombros de lo que parecía un viejo taller abandonado. No había defensa posible, la muerte era su único seguro. El sargento y sus hombres no podían hacer frente a todos aquellos civiles, que al igual que ellos, solo luchaban por su propia supervivencia, no había motivos ni ideologías, sentimientos ni patriotismos, el único motivo, era la supervivencia, sobrevivir a aquello y volver a casa.
El sargento perdió a diez de sus hombres, solo tres volverían a casa. Él había dejado en aquel hotel a su mujer y a sus hijos, hospedados en aquella pensión del sur de aquella tierra que les había visto nacer.¿Esperarían? La esperanza es lo último que se pierde, y era lo único que el sargento mantenía con vida.
Miró a su alrededor y una decena de pares de ojos, lo observaban, esperando órdenes. Miraban con expectación a su superior, buscando cobijo en su mandato. Sintió pena por ellos, le respetaban hasta tal punto que no moverían sus pies sino bajo sus órdenes, delegaban su vida en su capacidad de estrategia. Y él, no tenía más estrategias. Esos hombres le estarían eternamente agradecidos, por salvarlos; no lo culparían por todos los demás hombres caídos, eliminarían de su historial cualquier muerto, cargando ellos con la culpa. Eternamente.
En ese mismo instante, bajó su mirada, avergonzándose de su inepta capacidad para devolver a las mujeres que esperaban, madres, mujeres e hijas, al menos, los cuerpos con los ojos todavía vidriosos y la sangre fresca en el uniforme de los últimos hombres caídos en nombre de ya no sabía qué. Sintió el deseo de darles tierra, pero primaba su supervivencia, y la del resto de supervivientes.
Esperaron agazapados dos largos días, sin beber, sin comida, sin conseguir conciliar el sueño; la conciencia no dormía tranquila. Pensó en sus compañeros de promoción, mirando al cielo teñido de sangre les deseó suerte.
Al amanecer del tercer día, vislumbró un furgón tras unos matorrales, con suerte, llegarían a él. Con mucha suerte, podrían abandonar aquel campo de batalla; al menos, dormirían bajo techo, y seguirían esperando, a una muerte segura pues la salvación pasaba por el fin de la guerra.
Con una rápida órden, encaminó a sus hombres hacia el furgón. Arrastrándose y cobijándose en trincheras improvisadas tras árboles y escombros y haciendo uso de los cuerpos de sus compañeros ya muertos como escudos, fueron uno a uno llegando al furgón. El último, el sargento, que saludó a sus hombres con un rápido ademán en horizontal sobre de su frente.
Un explosivo conectado al motor, no fueron conscientes. No sufrieron.
Nadie ganó la guerra, todos habían perdido la suya.